El príncipe Andrés, hermano del rey Carlos III, fue oficialmente despojado de su título de príncipe y de los honores que aún conservaba, en medio del prolongado escándalo por sus vínculos con el fallecido financiero y pederasta estadounidense Jeffrey Epstein. La decisión, anunciada por el Palacio de Buckingham y celebrada ampliamente por la opinión pública británica, marca un hecho histórico: no se había retirado un título real desde 1919, durante el reinado de Jorge V.

El detonante de la medida fueron los documentos recientemente desclasificados que mencionan a Andrés en el caso Epstein y las renovadas acusaciones de abuso sexual por parte de Virginia Giuffre, quien lo acusa de haberla explotado cuando tenía 17 años. Aunque el príncipe siempre negó las acusaciones, su reputación quedó irremediablemente dañada, y desde 2019 no desempeñaba funciones oficiales.

La prensa británica reflejó la euforia del público. Diarios como The Sun ironizaron con titulares como “Andrés, anteriormente conocido como príncipe”, mientras que el Daily Mirror celebró con un “¡Por fin!”. En un programa de la BBC, el público estalló en aplausos cuando se conoció la noticia del exilio de Andrés de la residencia de Windsor, ordenado por el propio rey.

Según medios locales, Carlos III habría actuado con determinación tras recibir asesoría jurídica y constitucional, y con el respaldo del príncipe Guillermo. El rey consideraba insostenible la presencia de su hermano en la vida pública, especialmente tras las nuevas revelaciones de que Andrés habría alojado en su residencia no solo a Epstein, sino también a Ghislaine Maxwell —condenada por tráfico sexual— y al productor Harvey Weinstein, condenado por violación.

A sus 65 años, Andrés conserva el octavo lugar en la línea de sucesión, pero vivirá exiliado en la finca de Sandringham, propiedad privada del monarca. El rey seguirá cubriendo sus gastos personales, aunque su figura queda completamente apartada de la esfera pública.

Pese a los elogios hacia Carlos III, algunos sectores consideran que la decisión llega demasiado tarde. Analistas como el historiador John Dimbleby afirmaron que el monarca actuó con prudencia, siguiendo el debido proceso, mientras que otros ven en la medida un intento desesperado por proteger la imagen de la monarquía.

El escándalo, sin embargo, está lejos de cerrarse. La policía de Londres investiga nuevas denuncias según las cuales el príncipe habría intentado desacreditar a Giuffre a través de su equipo de seguridad. Además, el grupo republicano Republic evalúa acciones legales contra el exmiembro de la familia real.

En paralelo, crece el debate político sobre el control del Parlamento sobre los títulos nobiliarios. La diputada Rachael Maskell impulsa una ley que permitiría al rey o a una comisión legislativa retirar títulos a miembros de la nobleza implicados en escándalos, con el objetivo de aumentar la rendición de cuentas de la monarquía ante la sociedad británica.

En definitiva, la destitución del príncipe Andrés representa un punto de inflexión en la historia reciente de la monarquía británica: un intento de limpiar su imagen y responder a la presión pública, pero que deja al descubierto las profundas tensiones entre tradición, poder y responsabilidad dentro de la Casa Real.