Por: Alina Constanza Silva
Colombia ha construido su historia reciente entre el estruendo de las balas y el luto de las familias. Las guerras civiles, la violencia partidista, el narcotráfico, la insurgencia y el paramilitarismo han tejido un relato nacional en el que la vida política frecuentemente ha sido truncada por la violencia. En este contexto se inscribe el asesinato de Miguel Uribe Turbay, un hecho que no solo enluta a su familia y a sus seguidores, sino que reabre una vieja herida nacional: la de los magnicidios como forma de reconfiguración del poder.
El crimen de Miguel Uribe Turbay no es uno más en la larga lista de líderes caídos. Su historia personal, marcada por el asesinato de su madre, Diana Turbay, y su rápida ascensión en la política nacional lo convierten en un símbolo de continuidad y ruptura en una élite tradicional golpeada por la violencia. Su paso del Partido Liberal al que su familia ha estado históricamente vinculada al Centro Democrático, así como su proyección como posible candidato presidencial, plantea interrogantes de fondo sobre las motivaciones políticas detrás de su asesinato.
Aunque las autoridades no han esclarecido por completo las circunstancias ni los autores intelectuales del crimen, el impacto político es evidente. Uribe Turbay había logrado una de las votaciones más altas al Senado, lo que lo consolidaba como una figura de peso dentro del partido liderado por el expresidente Álvaro Uribe Vélez. Este último, también centro de fuertes controversias judiciales y políticas, ha sido una figura polarizadora del país. La adhesión de Miguel al Centro Democrático fue vista por algunos como una apuesta por renovar esa colectividad, y por otros, como una peligrosa inmersión en un campo minado.
¿Fue Miguel Uribe víctima del mismo juego de fuerzas que ha silenciado a tantos líderes que incomodaban al statu quo? ¿O fue blanco de estructuras criminales que vieron en él una amenaza por su independencia o sus alianzas? Estas preguntas hoy permanecen abiertas y deben ser abordadas con la rigurosidad que exige un país que no puede seguir aceptando la violencia como regla del juego político.
Más allá del dolor humano irreparable para su esposa, hijos y familia este crimen debería marcar un punto de inflexión. No podemos permitir que la política siga siendo un oficio de alto riesgo. La democracia, para sobrevivir, necesita garantías. Y el país necesita líderes que no teman morir por sus ideas.
Miguel Uribe representaba, para muchos, una esperanza de renovación. Su asesinato, como el de tantos otros antes, desafía a Colombia a responderse una vez más: ¿es posible hacer política sin poner la vida en juego? ¿Qué estructuras de poder se ven beneficiadas con la eliminación física de un líder joven, carismático y con proyección nacional?
En su funeral, las palabras de su padre llenas de dolor, pero también de gratitud y llamado a la concordia contrastan con la sordidez del crimen. La violencia no solo mata personas, también hiere el alma colectiva de una nación que parece condenada a repetir su historia.
Colombia necesita, con urgencia, no solo justicia para Miguel Uribe, sino una verdadera reflexión sobre las condiciones que permiten que crímenes como este sigan ocurriendo. Porque si no se enfrenta con verdad, justicia y reforma, este no será el último magnicidio.
