Por: Carlos Eduardo Lagos

La democracia colombiana, forjada en el crisol de luchas históricas, enfrenta hoy un desafío que pone a prueba su fortaleza: la propuesta del presidente Gustavo Petro de convocar una asamblea popular constituyente, la cual es una figura ajena a los mecanismos establecidos por la Constitución de 1991. Desde un ejercicio académico y con el espíritu de la resistencia democrática, este artículo busca advertir sobre los riesgos institucionales de esta iniciativa, destacar el papel del Senado como baluarte del orden legal y convocar a la ciudadanía, en especial a los nariñenses, a exigir el respeto por las reglas que sostienen nuestra república.

La Carta Magna, en su artículo 374, establece con claridad las únicas vías para su reforma: el Congreso, una asamblea nacional constituyente, que no popular, convocada conforme a la ley o un referendo ciudadano. La Ley 134 de 1994, que regula los mecanismos de participación, detalla los procedimientos para estas iniciativas, exigiendo un respaldo electoral verificable y el control de las autoridades competentes. La asamblea popular constituyente propuesta por el gobierno no encuentra sustento en estas normas. Es, en esencia, una maniobra extra constitucional que, bajo el pretexto de la “voluntad popular”, pretende eludir los tiempos y controles establecidos, especialmente cuando el mandato de Petro no tiene el horizonte temporal para una reforma ajustada a la ley.

La idea de una “octava papeleta” para consultar al pueblo, presentada como un gesto democrático, carece de rigor jurídico y amenaza con debilitar las instituciones, cuando se realizó la séptima papeleta se hizo porque la Constitución de 1886 no tenía mecanismos para su reforma, pero la constitución del 91 sí los tiene y son muy claros. El Senado, como pilar del equilibrio de poderes, tiene la responsabilidad de rechazar cualquier intento de vulnerar el marco constitucional. La Corte Constitucional, en su sentencia C-551 de 2003, dejó claro que cualquier cambio a la Carta debe seguir los procedimientos legales, so pena de incurrir en una ruptura del Estado de derecho. Permitir una aventura como esta sería deslegitimar el sistema que ha garantizado, con altibajos, nuestra convivencia democrática.

Desde una perspectiva comparada, los ejemplos de países vecinos son una advertencia ineludible. En Venezuela, la constituyente de 1999 y la posterior de 2017 sirvieron para desmantelar instituciones, concentrar poder y restringir libertades. En Bolivia y Ecuador, procesos similares han generado inestabilidad económica y política, sacrificando derechos fundamentales en nombre de proyectos populistas. Estas experiencias no son meras referencias históricas; son lecciones sobre los peligros de torcer el orden constitucional para satisfacer agendas coyunturales.

Es preciso recordar que Gustavo Petro, junto a figuras como Antanas Mockus y Claudia López, se comprometió durante su campaña a no convocar una asamblea constituyente. Esa promesa, grabada en la memoria colectiva, adquiere especial relevancia en Nariño, el departamento que le dio un respaldo unánime en las urnas. Los nariñenses, que confiaron en su proyecto, tienen el deber de exigirle coherencia y respeto por las reglas democráticas. No se trata de renunciar al cambio, sino de garantizar que este se realice dentro del marco legal que protege a todos.

La resistencia democrática no es un acto de confrontación, sino de responsabilidad. Es un llamado al pueblo para que, con lucidez, defienda las instituciones que garantizan sus derechos. Es una invitación al Congreso, para que actúe como custodio del equilibrio de poderes. Y es un recordatorio a la Corte Constitucional para que, como guardiana de la Carta, vigile cualquier intento de transgredirla. Colombia no puede permitirse el lujo de repetir los errores de otros. La democracia, con sus imperfecciones, es nuestro mayor activo. Preservarla es un imperativo ético y político.

La democracia colombiana, forjada en el crisol de luchas históricas, enfrenta hoy un desafío que pone a prueba su fortaleza: la propuesta del presidente Gustavo Petro de convocar una asamblea popular constituyente, la cual es una figura ajena a los mecanismos establecidos por la Constitución de 1991. Desde un ejercicio académico y con el espíritu de la resistencia democrática, este artículo busca advertir sobre los riesgos institucionales de esta iniciativa, destacar el papel del Senado como baluarte del orden legal y convocar a la ciudadanía, en especial a los nariñenses, a exigir el respeto por las reglas que sostienen nuestra república.

La Carta Magna, en su artículo 374, establece con claridad las únicas vías para su reforma: el Congreso, una asamblea nacional constituyente, que no popular, convocada conforme a la ley o un referendo ciudadano. La Ley 134 de 1994, que regula los mecanismos de participación, detalla los procedimientos para estas iniciativas, exigiendo un respaldo electoral verificable y el control de las autoridades competentes. La asamblea popular constituyente propuesta por el gobierno no encuentra sustento en estas normas. Es, en esencia, una maniobra extra constitucional que, bajo el pretexto de la “voluntad popular”, pretende eludir los tiempos y controles establecidos, especialmente cuando el mandato de Petro no tiene el horizonte temporal para una reforma ajustada a la ley. La idea de una “octava papeleta” para consultar al pueblo, presentada como un gesto democrático, carece de rigor jurídico y amenaza con debilitar las instituciones, cuando se realizó la séptima papeleta se hizo porque la Constitución de 1886 no tenía mecanismos para su reforma, pero la constitución del 91 sí los tiene y son muy claros.