Hay un instante mágico —o quizás trágico— en la identidad colombiana: el momento exacto en que algo terrible pasa y, antes de que los medios logren redactar el titular, ya alguien en Twitter ha hecho un meme con eso. Es casi una ley natural. Donde hay caos, un colombiano ya está abriendo Photoshop.

No se trata solo de humor negro. Es una especie de reflejo cultural, una vacuna emocional contra un país donde lo absurdo parece la norma. Desde el apagón del 92 hasta los cortes de energía actuales, desde los escándalos políticos hasta el último temblor, todo se vuelve material para la comedia. Pero, ¿por qué lo hacemos? ¿Por qué parece que reírnos de la tragedia es una forma de respirar?

En Colombia, el humor no es un lujo, es un mecanismo de supervivencia. Crecer en un país donde las noticias pueden pasar de “nuevo impuesto al huevo” a “fuga de un hipopótamo del narco” en la misma semana te enseña que la cordura se mantiene a punta de chistes. Nos reímos para no aceptar que muchas veces la realidad se siente fuera de nuestro control. Si el gobierno se cae, hacemos memes del ministro. Si sube la gasolina, aparece el sticker de “mejor compro una mula”. Si tiembla, la gente tuitea “tranqui, fue mi ex volviendo”.

El humor, aquí, no borra el dolor, pero lo domestica. Lo hace contable. Convertimos la tragedia en un chiste compartido y, de repente, lo que era miedo se vuelve pertenencia. Reírse juntos crea comunidad. En los momentos más tensos, los memes actúan como pequeñas hogueras digitales donde todos se reúnen a calentarse un poco del frío de la realidad.

Este fenómeno no es nuevo. En los años 80 y 90, los programas de humor como Sábados Felices o La Tele ya retrataban la violencia, la corrupción o la vida política con sarcasmo. Era humor de resistencia, el mismo que hoy migra a Twitter, TikTok o Instagram, pero con más píxeles y menos censura. Antes hacíamos chistes en la tienda, ahora los hacemos virales.

Sin embargo, esta costumbre tiene una doble cara. La misma risa que nos une también puede adormecernos. Convertir todo en broma a veces es una manera de evitar el duelo. Nos reímos tanto que ya no nos indignamos. Hacemos un meme sobre el alza del dólar y, en el proceso, olvidamos que afecta directamente la vida de millones. La risa nos protege, pero también nos anestesia.

El equilibrio está en reconocer la función del humor sin dejar que se vuelva una cortina de humo. Porque sí, un meme puede curarte el susto de un temblor, pero no arregla los edificios que se caen. Sirve para liberar presión, no para sustituir la acción. Y sin embargo, esa catarsis colectiva es valiosa. Nos recuerda que seguimos vivos, incluso cuando el país parece un capítulo de Black Mirror escrito por un guionista paisa.

Lo fascinante del humor colombiano es que no necesita grandes producciones. Puede venir en forma de un sticker de WhatsApp mal recortado o una frase en mayúsculas sobre una foto de Juanpis González. Es improvisado, inmediato, a veces brutal, pero siempre ingenioso. Es el espíritu del país condensado en un formato de 1080×1080 píxeles.

Así que sí: tal vez nos reímos demasiado, tal vez deberíamos llorar un poco más. Pero cuando el mundo se está cayendo a pedazos y alguien responde con un meme de “mi país es un chiste pero me río para no pagar terapia”, hay una verdad detrás de esa ironía. La risa, en Colombia, es la forma más antigua de resistencia.

Porque aquí, entre el caos y la esperanza, aprendimos que si no te ríes, el país te come vivo.