Los niños son los arquitectos más genuinos de la paz. No porque comprendan las complejidades de la política ni porque tengan respuestas a los grandes dilemas de la sociedad, sino porque en su inocencia y creatividad descubren un camino más puro, más honesto, más cercano a la verdad. Allí donde los adultos a veces ven fronteras, conflictos o diferencias irreconciliables, los niños ven posibilidades, juego y encuentro.

Hoy, en un mundo que sigue debatiéndose entre tensiones, crisis y conflictos, es esperanzador que existan espacios donde las voces más jóvenes sean escuchadas y donde sus manos, a través del arte, encuentren la forma de expresar aquello que los mayores olvidamos: que la paz comienza con gestos pequeños, con colores, con palabras sencillas y con la capacidad de imaginar un mañana distinto.

El concurso internacional del ‘Cartel de la Paz’ se convierte, en este sentido, en un escenario privilegiado. No se trata únicamente de una competencia artística; es, ante todo, un ejercicio pedagógico y humano. Cada trazo de los niños es una declaración de intenciones. Cada dibujo es una semilla sembrada en la conciencia colectiva. Y cada cartel, más allá de la técnica o del estilo, se convierte en un testimonio que nos recuerda lo que está en juego: el futuro de las nuevas generaciones.

Lo más valioso de este ejercicio es que los niños no pintan con miedo ni con prejuicios. Sus obras son un espejo de sus sueños. En ellas aparecen soles que brillan para todos, manos que se entrelazan sin importar el color de la piel, palomas que vuelan sobre cielos despejados y árboles que crecen firmes como símbolo de esperanza. Esa forma de imaginar la paz, sencilla pero profunda, nos invita a replantearnos las formas adultas de ver el mundo.

No se trata solo de dibujar. Se trata de comprender que en el proceso mismo los niños aprenden a convivir, a valorar la diferencia y a creer que su voz cuenta. Cada taller, cada conversación en el aula y cada momento de reflexión los convierte en protagonistas de un movimiento silencioso pero transformador: el movimiento de quienes creen en la fuerza del arte como herramienta de reconciliación.

El lema de este año, ‘Unidos, somos un Todo’, encierra precisamente esa visión. En un planeta fragmentado por intereses, los niños nos recuerdan que la unidad no significa uniformidad, sino respeto, inclusión y solidaridad. Y al hacerlo, nos dan una lección que los adultos rara vez practicamos: que se puede construir paz sin imposiciones, sino con creatividad y ternura.

Este concurso no termina en la premiación. Al contrario, allí apenas comienza un proceso que debe continuar en las escuelas, en los hogares y en los espacios públicos. Los carteles no son simples afiches para colgar en una pared; son manifiestos de un sueño colectivo. Cada institución educativa que se suma multiplica la voz de los niños, y cada docente que los acompaña les brinda la oportunidad de transformar la palabra “paz” en algo concreto y vivo.

Quizá lo más conmovedor de todo es que ellos lo creen posible. Para los niños, la paz no es una utopía inalcanzable ni un discurso repetido en ceremonias. La paz es un derecho, una necesidad y un anhelo que late en su cotidianidad: en el patio de recreo, en el aula de clase, en la amistad sincera que no entiende de rencores.

El ‘Pacto de Colores por la Paz’ que selló la jornada es una metáfora poderosa: cada color, como cada niño, aporta su propia luz. Y solo cuando esos tonos se unen, el cuadro de la convivencia cobra sentido. La tarea de los adultos es no apagar esos colores, no frustrar esos sueños, no cortar esas alas.