En la narrativa del deporte, los protagonistas suelen ser claros: el goleador que salva en el último minuto, el portero que se estira como felino o el corredor que rompe la cinta con el pecho. Y luego está el árbitro. Ese personaje vestido de negro o fluorescente que nunca sale en las portadas (salvo cuando se equivoca) y que parece condenado a un rol ingrato: si lo hace bien, nadie lo nota; si lo hace mal, se convierte en villano nacional. ¿Es el árbitro un héroe invisible o un villano inevitable?

Para empezar, la labor arbitral es una paradoja. Su función es garantizar justicia dentro del campo, pero su éxito radica en pasar desapercibido. El árbitro perfecto es como el Wi-Fi perfecto: solo te das cuenta de él cuando falla. Mientras los jugadores pueden equivocarse cien veces y aún así ser ovacionados por un gol, un error del juez puede borrar de un plumazo todo un partido. Es una posición donde la gloria nunca llega, pero las críticas sobran.

No es casual que la relación entre árbitros e hinchada esté marcada por la sospecha. Los hinchas radicales siempre piensan que el árbitro está vendido, comprado o parcializado. Incluso cuando la decisión es correcta, se discute su “intención”. La figura del árbitro carga con la eterna sombra de la duda: ¿realmente vio lo que cobró o inventó algo para favorecer a un lado? En ese sentido, el árbitro está condenado a ser percibido como villano inevitable, porque siempre habrá una tribuna en su contra.

Sin embargo, hay que darle mérito al rol. Ser árbitro no es solo correr detrás de la pelota y pitar faltas. Implica concentración absoluta, conocimiento detallado del reglamento, capacidad para tomar decisiones en segundos y, además, liderazgo para controlar a veintidós jugadores que intentan engañarlo en cada jugada. A eso se suma la presión psicológica: miles en el estadio y millones en televisión listos para diseccionarlo desde todos los ángulos. Pocos trabajos tienen tanta exposición y tan poca gratitud.

La llegada del VAR, lejos de liberarlos, los puso bajo un microscopio aún más cruel. Ahora, cada decisión se revisa en cámara lenta y con líneas trazadas al milímetro. Y aun así, el árbitro sigue siendo señalado: si usa el VAR mucho, “mata el ritmo del juego”; si lo usa poco, “no aprovechó la tecnología”. El héroe invisible se volvió aún más invisible, porque la tecnología le robó el protagonismo, y el villano inevitable se volvió más inevitable, porque la máquina amplificó las críticas.

Al final, el árbitro encarna la figura trágica del deporte: lucha por la justicia, pero nunca recibe aplausos. Es héroe cuando evita que un partido se descontrole, pero esa heroicidad se pierde porque nadie quiere recordar al juez, solo al gol. Y es villano porque, sin importar lo que decida, siempre habrá un grupo de fanáticos convencido de que arruinó la fiesta.

Quizá la conclusión sea esta: el árbitro no es ni héroe ni villano, sino un guardián condenado al anonimato. Un guardián que carga con la ingrata misión de mantener el equilibrio en un espectáculo donde todos, jugadores e hinchas, buscan romperlo.