Más que a un retorno literal de la Doctrina Monroe, asistimos a su reencarnación pragmática: un discurso moral para legitimar intereses estratégicos.

El 26 de octubre de 2025, el senador estadounidense Lindsey Graham declaró en el programa Face the Nation with Margareth Brennan que la administración de Donald Trump planea notificar al Congreso sobre “posibles incursiones” en Venezuela y Colombia, justificadas —según dijo— por la obligación de impedir que “Venezuela y Colombia se usen para envenenar a América” mediante el narcotráfico. Graham añadió que no sería necesaria una declaración formal de guerra, recordando que en intervenciones anteriores —como la de Panamá en 1989— tampoco hubo una declaración formal de guerra. Estas palabras no pueden considerarse retórica vacía, a pesar de que el presidente Trump ha negado la posibilidad de atacar a Venezuela. 

En la historia de Estados Unidos, las advertencias de este tipo han sido antesala de acciones concretas. La flexibilidad con que Washington interpreta el derecho internacional y su larga tradición de intervencionismo hacen que declaraciones como la de Graham se tengan que tomar en serio. Este posible escenario de intervención revive un viejo principio de su política exterior: la Doctrina Monroe, actualizada ahora en clave de Realpolitik y seguridad nacional.

La Doctrina Monroe: de “América para los americanos” a América para Washington

La Doctrina Monroe, proclamada en 1823 por el presidente James Monroe, establecía que cualquier intento europeo de intervenir en los asuntos del hemisferio occidental sería considerado una agresión contra Estados Unidos. Su lema —“América para los americanos”— pretendía originalmente proteger a las jóvenes repúblicas latinoamericanas de la recolonización por parte de Europa. Sin embargo, con el paso del tiempo, esa doctrina fue reinterpretada como un instrumento de hegemonía regional. Desde finales del siglo XIX hasta la Guerra Fría, se invocó para justificar intervenciones en Cuba, Haití, República Dominicana, Nicaragua, Guatemala, Granada y Panamá, bajo el pretexto de “defender la democracia” o “proteger la estabilidad hemisférica”.

Hoy, bajo la influencia de Trump y figuras como Graham, la doctrina resurge con un nuevo rostro. Ya no se trata de frenar a potencias europeas, sino de contener la influencia de China, Rusia e Irán en América Latina y reafirmar el control estadounidense sobre lo que considera su “área estratégica”. En esta lógica, Venezuela aparece como plataforma para actores externos contrarios a los intereses estadounidenses, y Colombia como un aliado incierto ante el giro político del gobierno de Gustavo Petro. La vieja consigna de 1823 vuelve revestida de la lucha antinarcóticos y antiterrorista, pero con el mismo propósito: reafirmar la primacía de Estados Unidos en su vecindario.

Panamá 1989: un precedente de poder, no de derecho

Para entender por qué las palabras de Graham resultan inquietantes, conviene mirar atrás. La invasión estadounidense a Panamá, conocida como Operación Just Cause, comenzó el 20 de diciembre de 1989, bajo la presidencia de George H. W. Bush, y terminó el 31 de enero de 1990.

 Washington justificó la acción con cuatro argumentos:

  1. Proteger a ciudadanos estadounidenses residentes en Panamá
  2. Defender la democracia tras las elecciones anuladas
  3. Capturar al general Manuel Noriega, acusado de narcotráfico
  4. Garantizar la seguridad del Canal de Panamá conforme al Tratado Torrijos–Carter.

La operación fue militarmente exitosa, pero jurídicamente indefendible. La Carta de las Naciones Unidas, en su artículo 2(4), prohíbe el uso de la fuerza contra la integridad territorial o independencia política de cualquier Estado, y el artículo 51 solo permite la legítima defensa ante un ataque armado. Panamá no había atacado a Estados Unidos, aunque argumentó que un oficial de la Marina de los Estados Unidos había sido dado de baja por soldados panameños durante un control de carretera.  A lo que se suma que la justificación humanitaria o democrática no cumplía con ese estándar. La Resolución 44/240 de la Asamblea General de la ONU condenó la invasión como una violación del derecho internacional. También laOEA solicitó la retirada de las tropas, aunque evitó una condena formal.

Pese a ello, Washington consolidó su objetivo: derrocó a Noriega, instaló un nuevo gobierno y controló la transición del canal. El episodio de Panamá se convirtió así en un precedente político, mas no jurídico. Pero lo que es más importante es que es una muestra de que cuando Estados Unidos considera que sus intereses vitales están en juego, la legalidad internacional se convierte en un obstáculo flexible.

Entre el derecho y la Realpolitik: Kissinger y el moralismo americano

La ambigüedad estadounidense frente al derecho internacional tiene raíces profundas. Esta se explica por una tensión singular entre su vocación moral y su pragmatismo estratégico. Desde sus inicios, Estados Unidos ha proyectado al mundo su identidad nacional combinando el idealismo wilsoniano —que postula una misión moral de defensa de la democracia y los derechos humanos—con el realismo de Kissinger y Morgenthau —centrado en el poder y la seguridad—, y el excepcionalismo americano, que insiste en el liderazgo global basado en el modelo propio. Estos tres paradigmas, lejos de ser excluyentes, se entrelazan en una estrategia de pragmatismo selectivo: la defensa de valores solo se sostiene cuando coincide con los intereses nacionales, y el realismo prevalece ante altos costos políticos o militares.

Como explica Henry Kissinger en su obra Diplomacy (1994), la política exterior de Estados Unidos ha oscilado entre el realismo europeo —centrado en el equilibrio de poder— y el moralismo wilsoniano, que busca “convertir el mundo a sus principios”. Esa tensión explica por qué Washington a menudo invoca valores universales mientras actúa en beneficio de intereses nacionales.

En consecuencia, Estados Unidos se posiciona como guardián de un orden internacional “basado en reglas”, las que solo respeta mientras no restrinjan su margen de acción. Así, la legitimidad de Estados Unidos en la escena mundial depende menos del respeto estricto a las normas que de su capacidad para ejercer influencia y actuar con eficacia cuando sus intereses están en juego. De este modo, el poder, entendido como mecanismo para garantizar la estabilidad y proteger sus prioridades, constituye el núcleo de la estrategia norteamericana, independientemente del color político de su gobierno. 

Donald Trump y su círculo retoman abiertamente ese principio: los intereses nacionales prevalecen sobre los compromisos globales. Es la misma lógica que guiaba a Nixon y Kissinger en los años setenta, ahora expresada en clave populista y unilateralista.

Esta lógica también explica que, ante escenarios como los de Venezuela y Colombia, el debate pueda decantarse más allá de lo jurídico, por la prevalencia de lo que Estados Unidos considere de interés nacional.  

Venezuela y Colombia: tres escenarios y una frontera difusa

A la luz de este marco histórico y doctrinal, las declaraciones de Graham pueden interpretarse como parte de una estrategia de presión regional, no solo contra Venezuela sino también contra Colombia. Desde el punto de vista jurídico, pueden distinguirse tres escenarios:

  1. Intervención en Venezuela sin el consentimiento del gobierno de Nicolás Maduro. Sería una violación directa del artículo 2(4) de la Carta de la ONU. Solo podría justificarse si hubiera un ataque armado atribuible al Estado venezolano, lo cual no ocurre. La autodefensa preventiva o la lucha contra el narcotráfico no constituyen una base legal suficiente.
  2. Intervención en Colombia con el consentimiento del Estado colombiano. En este caso, se trataría de una “intervención por invitación”. Sería legal si el gobierno colombiano la autorizara mediante un tratado o un acuerdo formal, aunque, políticamente, implicaría un alto costo para la región. El precedente del Plan Colombia muestra que la cooperación militar con Washington genera dependencia y tensiones diplomáticas, aun cuando fortalezca las capacidades estatales.
  3. Acción combinada sin consentimiento en ambos países. Sería el escenario más grave: una doble violación del derecho internacional y de la soberanía nacional. Además, dentro de Estados Unidos, requeriría autorización del Congreso, conforme a la War Powers Resolution de 1973, que limita el despliegue de tropas sin aprobación legislativa. Saltarse ese paso provocaría una crisis institucional interna.

Más allá de lo jurídico, la posibilidad de operaciones marítimas o aéreas —como las desplegadas recientemente en el Caribe bajo la etiqueta de “acciones antinarcóticos”— se ajusta a un marco más flexible, aunque sigue siendo polémica en términos de soberanía y derechos humanos.

La narrativa del “narcoterrorismo, promovida por Graham y la administración Trump, puede tener eficacia política, pero no altera los límites del uso legítimo de la fuerza establecidos en el derecho internacional.

El retorno de una vieja lógica

Las advertencias del senador Graham revelan algo más que un gesto político. Indican un intento de reinstaurar la lógica unilateral de la Guerra Fría, en la que Washington actúa como garante del orden hemisférico sin necesidad de aval internacional. Una visión que erosiona los principios que han guiado la convivencia entre Estados —legalidad, soberanía, consentimiento— y los sustituye por una lógica pragmática de poder.

La pregunta de fondo es si estamos ante un verdadero resurgimiento de la Doctrina Monroe o simplemente ante su adaptación estratégica. En realidad, no es la doctrina lo que regresa, sino su espíritu: la idea de que América Latina debe permanecer bajo la órbita de influencia de Estados Unidos, aunque cambien los pretextos —del anticomunismo al antinarcotráfico, del equilibrio global al control regional.

Como resultado, hoy las fronteras entre la soberanía y la intervención son más difusas que nunca. La Realpolitik —en el sentido bismarckiano y kissingeriano— se impone sobre la norma jurídica y América Latina vuelve a ser escenario de tensiones entre la legalidad y el poder. Si Washington decidiera actuar sin aval internacional, estaría confirmando que el derecho internacional sigue siendo rehén de la fuerza y no su límite.

En síntesis, más que a un retorno literal de la Doctrina Monroe, asistimos a su reencarnación pragmática: un discurso moral para legitimar intereses estratégicos. Y eso plantea una cuestión inquietante: ¿está el sistema internacional en condiciones de imponer reglas sobre el uso de la fuerza, o ¿volveremos a un orden en el que la voluntad del más fuerte dicta el derecho?