El amanecer en El Charco ya no suena a mar ni a río. Desde hace días, el eco que atraviesa el Pacífico es el de los pasos apresurados, el de los motores improvisados y el de las explosiones que, a kilómetros, siguen recordando que la guerra no se ha ido. Más de 250 familias llegaron así, casi sin aliento, huyendo de los combates que sostienen las disidencias de las Farc contra la Fuerza Pública.
A la entrada del municipio, algunos niños aún llevan el barro en las piernas; sus madres cargan bolsas rotas donde guardaron lo único que pudieron salvar. Nadie tuvo tiempo de escoger. Nadie tuvo opción. El miedo, otra vez, fue quien marcó la ruta.
Refugios
En los salones comunales de varias escuelas se improvisaron refugios. Pizarras convertidas en respaldos, pupitres hechos repisas, colchonetas delgadas esparcidas como islas en medio de un mar de incertidumbre. Allí duermen, comen y esperan. Allí respiran el mismo aire caliente y pesado de la violencia que los obligó a dejar sus casas, sus ríos, sus animales, sus hogares.
Las voces se repiten: “Los disparos estaban muy cerca”, “tocaba salir”, “las criaturas lloraban del susto”. En cada frase hay un fragmento de la noche en que todo cambió.
El secretario de Paz y Seguridad de Nariño, Álex González, reconoce la gravedad de los hechos. “Tenemos un censo de 250 familias desplazadas por un hostigamiento del Frente 30 Rafael Aguilera del Estado Mayor Central de las Farc contra la Armada y el Ejército”. Explicó con preocupación.
Esfuerzo
Los líderes indígenas y afrodescendientes confirman lo que ya se teme: la guerra volvió con fuerza al Pacífico. Heberto Chirimía, del Resguardo Eperara Siapidara, asegura que la Administración Municipal ha atendido a las familias con lo que tiene, pero la necesidad rebosa cualquier esfuerzo.
Es el segundo desplazamiento masivo en menos de un mes. Hace apenas veinte días, otras 400 familias abandonaron sus territorios por razones similares. La historia se repite, solo cambian los nombres y los rostros.
Las autoridades dicen tener control de la zona. Ejército y Armada avanzan por los ríos y las trochas, pero los ataques continúan. Nada garantiza, por ahora, un retorno seguro. Por eso, los desplazados siguen esperando, mirando el horizonte desde El Charco, un lugar que se volvió refugio, pero también recordatorio de una guerra que no da tregua y que sigue arrancando a la gente de su tierra.
Esperanza
Algunas familias hablan de quedarse definitivamente si las condiciones no cambian. Los líderes comunitarios insisten en que el Estado no puede retirarse ni un solo día. Y en medio de la incertidumbre, los niños vuelven a jugar, intentando olvidar lo vivido. Pero el eco lejano de las armas les recuerda que aún no es momento de bajar la guardia.
En El Charco, la vida continúa entre la esperanza y el temor. Las familias desplazadas resisten como pueden, aferradas a la solidaridad de la comunidad y a la promesa de que algún día podrán volver a caminar sus territorios sin miedo.
Pero mientras la violencia siga marcando el ritmo del Pacífico, cada amanecer será una batalla por mantenerse en pie, por no olvidar lo que dejaron atrás y por seguir creyendo que la paz puede llegar, aunque tarde, a estas orillas golpeadas por la guerra.
