
Hay lugares donde el tiempo se detiene. Otros donde la realidad se dobla. En Colombia, ese lugar es el bus intermunicipal. Subirse a uno es como entrar a un multiverso rodante: cada viaje tiene su propio guion, sus propios personajes y su propia lógica interna. Si los filósofos griegos hubieran vivido en Colombia, habrían hecho sus reflexiones en un Coomotor a Neiva.
Todo comienza en la terminal, ese zoológico emocional donde la gente corre, negocia, carga cajas imposibles y los vendedores de maní hablan más rápido que un rapero en modo difícil. No importa si el bus sale a las seis, siempre habrá alguien que llega a las seis y cinco rogando “solo un cupito, patrón”. El milagro ocurre: siempre hay un cupo. Porque en el bus intermunicipal, la física es opcional.
Ya a bordo, el viaje se convierte en una experiencia mística. Los asientos están diseñados para probar tu fe: no importa cuánto midas, las piernas nunca caben. El aire acondicionado funciona con bipolaridad emocional —o te congela o te asfixia— y el televisor del frente solo tiene dos modos: volumen insoportable o silencio eterno justo cuando empiezan los créditos.
Y sin embargo, hay algo entrañable en ese caos. Porque los buses intermunicipales son una radiografía del país. El vendedor ambulante que sube a ofrecer dulces y milagros (“este bombón tiene vitamina C, sirve pa’l mal de amores y pa’l guayabo moral”), la señora que se persigna al pasar un puente, el niño que vomita con precisión matemática… Todo forma parte del folclor sobre ruedas.
El conductor, claro, es el semidiós del viaje. Maneja con una mano, come empanada con la otra y aún así logra adelantar tres tractomulas en curva. Tiene poderes que desafían la probabilidad. Puede reconocer el sonido de una sirena a 3 kilómetros o frenar justo a tiempo para recoger a una tía que no había alcanzado a llegar a la terminal. Su copiloto espiritual es el ayudante: ese ser que grita los nombres de los pueblos como si fuera pregonero medieval y que sabe exactamente dónde bajarse cada pasajero, incluso si nadie se lo dijo.
La banda sonora del viaje merece su propio análisis sociológico. Si el conductor es costeño, prepárate para una mezcla de champeta y vallenato romántico. Si es paisa, escucharás despecho y reguetón motivacional. En algún punto del camino, sonará una canción de Jessi Uribe y todos fingirán que no se la saben. Mentira: se la saben.
Luego viene el clásico momento cinematográfico: la película pirata. Siempre hay una. Puede ser de acción, con subtítulos torcidos y una calidad de imagen que parece grabada con cámara de seguridad. Nadie la ve completa, pero todos comentan el final como si hubieran estado atentos. Es la versión colombiana del cine de autor.
Y claro, los imprevistos. Un trancón por derrumbe, una parada no programada porque “el motor se calentó”, o el pasajero que de repente saca una gallina viva del maletín. En otro país sería caos; en Colombia es martes. Los buses intermunicipales no son solo transporte: son ritual, costumbre, y comedia nacional itinerante.
A veces, entre curva y curva, mientras el bus atraviesa un paisaje que parece salido de un comercial de aguardiente, uno entiende algo simple: este país no se mueve solo por carreteras, se mueve por historias. Cada bus es una novela rodante, una metáfora del país: desordenado, ruidoso, pero con alma.
Así que la próxima vez que te subas a un bus intermunicipal, no te desesperes por el retraso ni por el olor a chicharrón. Estás viviendo una cápsula del realismo mágico colombiano en tiempo real. Y en este multiverso sobre ruedas, todos somos protagonistas… hasta que el conductor grita: “¡Última parada, mi jefe!”.
