Donaciones, dolor y muerte
Todo empezó con una publicación en el grupo de Facebook ‘Animales Perdidos Duitama’, donde se denunció que un gato había sido víctima de una agresión brutal por parte de varios menores de edad, en hechos ocurridos en el barrio Los Tanques, sector Loma Linda. El animal presentaba fracturas en las costillas y una posible perforación en el pulmón.
Gracias al esfuerzo de la comunidad, se logró reunir el 50% del dinero para realizarle una cirugía de urgencia. El procedimiento costaba un millón de pesos. Pero a pesar del cariño, la movilización, las radiografías y el apoyo, el gato murió tras la intervención quirúrgica el miércoles 16 de abril.
Su historia es una más de esas que se cruzan entre la rabia, la impotencia, el duelo y el silencio.
¿Y los responsables?
Hasta ahora no se ha confirmado oficialmente quiénes fueron los autores del hecho, pero se señala de forma presunta a un grupo de niños de ese sector. La comunidad ha pedido que se revisen las cámaras del conjunto residencial Loma Linda para tratar de identificar a los responsables.
Lo que ocurrió —si se comprueba— no fue un accidente ni un juego. Fue un acto consciente de agresión hacia un ser vivo que no podía defenderse. Y si esto es cierto, entonces la pregunta es obvia: ¿Qué clase de entorno está formando niños que actúan así?
Aquí no se trata solo de un gato
Esto va más allá del maltrato animal. Es una señal, un grito disfrazado de maullido, de que algo está profundamente dañado.
Porque un niño en sus cabales no destroza un animal a golpes, no lo hace sangrar, no lo mata. Esto no es cuestión de inocencia infantil, ni de juegos bruscos. Aquí hubo crueldad, y eso no nace de la nada.
Algo está pasando dentro de esos hogares, y hay que ponerle la lupa ya. Porque estos actos son síntomas. Síntomas de abandono emocional, de exposición a violencia, de ausencia afectiva, o incluso de aprendizajes equivocados. Y si no se interviene a tiempo, el camino que sigue no es otro que la agresión hacia humanos, hacia la sociedad, hacia sí mismos.
¿Y los padres? ¿Qué papel juegan aquí?
Hay que decirlo con firmeza pero con responsabilidad: los padres no siempre son culpables, pero sí son responsables. Sabemos que hay madres y padres que lo entregan todo por criar bien, que lo hacen dentro de sus límites y posibilidades. Y aun así, a veces, algo falla. Pero también es cierto que hay muchos casos de desinterés, permisividad, abandono emocional o justificación constante de lo injustificable.
Este caso debe servir para revisar a fondo cómo se está formando a esos niños, qué están consumiendo, qué están repitiendo, y quién está realmente presente en sus vidas. No se trata de perseguir, sino de actuar. De prevenir. De corregir antes de que el daño sea irreversible.
Lo que dice la ley: sí hay delito, sí hay ruta legal
En Colombia, el maltrato animal es un delito. Así lo establece la Ley 1774 de 2016, que protege a los animales como seres sintientes. El Código Penal contempla penas de hasta 36 meses de prisión y multas de hasta 60 salarios mínimos legales mensuales vigentes, cuando el acto causa lesiones o muerte.
Ahora bien, cuando se trata de menores de 14 años, no hay imputación penal directa. Pero eso no significa que no pase nada. El caso puede ser atendido por el ICBF, con intervención de psicólogos, trabajadores sociales y defensores de familia. Si se detectan riesgos, omisiones parentales o afectación emocional, puede haber medidas de protección, seguimiento terapéutico y hasta procesos administrativos contra los cuidadores.
Además, si hubo negligencia por parte de los padres, podrían activarse rutas legales por omisión de deberes de custodia y formación.
Lo que debería dolernos más
Un animal no necesita hablar para demostrar que sufre. El gato murió, pero su muerte no fue silenciosa. Gritó, dolió, denunció sin palabras. La comunidad reaccionó. Las redes se llenaron de rabia, tristeza e impotencia.
Y es que este no es solo un caso aislado, es una alerta, una muestra dolorosa de que estamos perdiendo sensibilidad, empatía, humanidad.
“Los animales no son juguetes para sus niños”, escribió alguien. Y tenía razón. Porque no es normal que un menor sienta placer viendo a un gato agonizar. No es normal que se vuelva paisaje la crueldad. No es normal que sigamos mirando a otro lado.
Un gato murió. Unos niños lo habrían atacado. Y nadie quiere hablar del elefante en la habitación: algo está fallando en la forma como estamos criando.
Hoy fue un gato. ¿Mañana qué?
La pregunta es incómoda, pero urgente: si hoy no les dolió matar a un animal indefenso, ¿Qué nos garantiza que mañana no lo harán con una persona? Esto no es exageración. Está documentado: el maltrato animal en la infancia puede ser un predictor de conductas violentas en la adultez. Lo dice la psicología, lo demuestran los estudios forenses, lo grita el sentido común.
Si lo que se hizo con ese gato fue intencional —y todo indica que sí—, estamos ante un caso grave. Gravísimo. Fue un acto de violencia consciente, con resultado de muerte. Fue un asesinato. Y aunque la ley no lo tipifique como tal por tratarse de un animal y de menores, la dimensión del hecho no se reduce por tecnicismos legales.
No se trata de castigar por castigar
Y no, esto no se soluciona quitándoles el celular, dejándolos sin televisión, ni tampoco agrediéndolos físicamente como forma de castigo. Eso solo perpetúa el ciclo. Esto exige más.
Se trata de reconocer la gravedad del acto, de hablarlo con ellos, de confrontarlos con las consecuencias, de pedir intervención psicológica, de generar procesos reales donde haya arrepentimiento, conciencia, transformación.
Porque lo que pasó no es menor. Esos niños —si se comprueba su participación— mataron un ser vivo. Le quitaron la vida a un animalito que confiaba, que respiraba, que sentía. No fue un rayón en la pared. No fue una travesura. Fue un acto de violencia con todas las letras.
Y eso debe dolerles. Debe tocarles. Debe marcarles. No para destruirlos, sino para que nunca más vuelvan a cruzar esa línea.
No más silencios, no más excusas
Aquí no se trata solo de castigar, sino de reconocer que estamos fallando como sociedad. El gato murió. ¿Y qué vamos a hacer ahora? ¿Esperar al próximo? ¿Ignorar lo que está gritando este hecho? ¿Justificarlo con frases vacías?
Es hora de que las autoridades investiguen. De que las familias revisen. De que las escuelas hablen. Y de que no permitamos que otra vida termine así, rota, sola, e ignorada.
Que esta mirada que ya no está nos sacuda lo suficiente para no seguir criando sin alma.